En la consulta de aparato digestivo vemos con mucha frecuencia pacientes que directamente sospechan que son alérgicos algún alimento porque hay algo (no saben qué) que les cae mal. En realidad lo que dicen es que algunos días lo que comen les cae bien y otros les cae mal. La molestia más frecuentemente referida suele ser flatulencia, distensión por gases, pero también se quejan de ruidos de tripas, aceleración del ritmo intestinal, diarreas, náuseas, opresión torácica, ahogo, sensación de falta de aire, picores en las manos o pies, erupciones cutáneas, calambres abdominales, etc. Se trata en conjunto de una sintomatología que los pacientes achacan a algo que han comido pero que muchas veces los médicos no reflejamos en las historias clínicas al considerarla inespecífica. Interrogamos al paciente si sospecha de algún alimento en concreto o de algún grupo de alimentos pero no suele decantarse por ninguno. Si en algún caso te dice el paciente: "sin duda, esto me pasa cada vez que como pimientos", ves el cielo abierto pues has dado con la respuesta: "pues no tome pimientos y todo solucionado". Pero el problema suele ser más complejo porque no se identifica el posible causante. Casi siempre se apunta hacia la lactosa (no como una alergia sino como una intolerancia) o al gluten presente en algunos cereales. Sobre la determinación de una intolerancia al gluten (celiaquía) podemos hacer un cribado eficaz con la determinación en sangre de los anticuerpos antitransglutaminasa, confirmando la sospecha con el estudio anatomopatológico de una biopsia duodenal. Y sobre la intolerancia a la lactosa o la fructosa, se pueden hacer una determinaciones en aire espirado que nos orientan sobre el grado de intolerancia a estos azúcares, porque de hecho más del 50% de la población adulta española (y aun mayor en otros países) presenta algún grado de intolerancia a estos disacáridos.
Al paciente con celiaquía se le prescribe dieta estricta sin gluten de por vida y al paciente con intolerancia a la lactosa, pues que no la tome o que sea poca la lactosa que ingiera a lo largo del día ya que se ha visto que es más un problema de "carga" de lactosa que cada individuo puede admitir sin que su organismo se queje.
Entre los diagnósticos diferenciales que pensamos ante un paciente con esta sintomatología se nos ocurren varios, casi ninguno de ellos de riesgo vital, como diverticulosis, sobrecrecimiento bacteriano, giardiasis,... y cómo no, síndrome de intestino irritable. Ante la falta de aparente interés por parte del médico que al paciente se le antoja que anda perdido, sin protocolo de actuación, el propio paciente solicita que le hagan "pruebas de alergia" a diferentes alimentos. La batería de sustancias que se pueden testar es infinita. Y los resultados obtenidos ambiguos cuando no contradictorios: "Pues mire, le sale a usted alergia a la fresa". Y el paciente casi enojado "¡Imposible! A mí las fresas me encantan y me caen fenomenal". "Pues,... al chocolate", prosigue el médico. "¡Ni hablar! Lo tomo desde niño y no puedo pasar sin él". Con todo, los alérgenos alimentarios así testados, por muchos que sean no abarcan ni al 3% de lo que una persona ingiere o es capaz de ingerir. Y si las sospechas de alérgeno se extienden a colorantes y conservantes, la lista se va hacia el infinito.
Se han empezado a hacer populares determinados estudios automatizados de alergias alimentarias en los que se suponen que se investiga la alergia a centenares de alimentos con el estudio de una muestra de sangre. Los pacientes acuden a la consulta llevando el resultado del estudio que suelen ser varias hojas en las que aparecen listados los alimentos marcados con colores: rojo, amarillo y verde. Y quieren que se lo expliques. Lo cierto es que la mayor parte de los gastroenterólogos dudamos de la utilidad de estos estudios por varios motivos. En primer lugar, porque los papeles habitualmente no vienen firmados por ningún médico ni por nadie: los da "una máquina" y parece que nadie se responsabiliza de lo que la máquina haya elegido que es malo, dudoso o bueno para usted. En segundo lugar, porque no existen estudios sobre la fiabilidad y validez de estos métodos que la mayor parte de las veces se basan en la determinación de los niveles de algunas inmunoglobulinas en el suero del paciente. Y en tercer lugar, porque la respuesta de los pacientes que siguen las restricciones sugeridas por el estudio es tan variable como lo sería si el paciente siguiese cualquier otro tipo aleatorio de restricción. Quizás si se observa algo de mejor respuesta entre los pacientes que siguen las recomendaciones de la máquina puede ser porque que hay que justificar que lo que se ha pagado por la prueba mereció la pena...
En mi opinión, no es tanto lo que uno come sino cómo lo come lo que puede hacer que caiga mejor o peor en el organismo. Comer deprisa, con preocupaciones o en compañía de personas no gratas puede dar al traste con la digestión de los manjares más exquisitos. Y como las circunstancias varían de día en día, puede ser que la misma comida un día nos caiga bien o otro mal.
Pese a todo este confusionismo, no cabe duda, Lucía, que pueden existir alimentos que nuestro organismo rechace porque le caen peor, porque nuestra maquinaria enzimática no sea todo lo poderosa para digerir bien ciertos productos o porque hay días que el horno no está para bollos. Hay que intentar, sí, descartar que haya una patología orgánica o un trastorno potencialmente corregible pero cuando eso no es posible, al menos siempre existe la posibilidad de actuar terapéuticamente con fármacos reguladores del ritmo intestinal cuyo resultado en algunos casos es espectacular.
De las intoxicaciones alimentarias y de las gastroenteritis hablaremos en otra ocasión. Y para dar más morbo a la audiencia, también de los envenenamientos por metales pesados, que ya hay cosas más sofisticadas que el antimonio o el plomo.